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:: Echar a volar :: * * * Autor:
Alfonso Aguiló Pastrana Hemos de perder un poco el miedo a que cada uno afronte por sí
mismo los pequeños sufrimientos y desengaños que la vida trae consigo. Un rey recibió como obsequio dos pequeños halcones y
los entregó a uno de sus hombres para que los cuidara. Pasado un tiempo, el
instructor comunicó al rey que uno de los halcones estaba ya perfectamente
entrenado, pero al otro no sabía qué le pasaba, pues desde el primer día
estaba posado en una rama y no había forma de que echara a volar, hasta el
punto de que tenían que llevarle su alimento a ese lugar. El rey mandó llamar a varios curanderos y sanadores,
pero nadie lograba hacer volar a aquel pequeño animal. Pidió consejo a otros
sabios de la corte, pero no hubo forma de moverlo de allí. Por la ventana de
una de sus habitaciones, el monarca podía ver que el halcón permanecía
inmóvil. A la mañana siguiente, vio al halcón volando ágilmente
por los jardines. «¿Cómo lo han conseguido? Traedme al autor de ese milagro»,
dijo el rey. Enseguida le presentaron a un sencillo campesino. «¿Tú hiciste
volar al halcón? ¿Cómo lo lograste? ¿Eres mago, acaso?». Aquel hombre
contestó: «Alteza, lo único que hice fue cortar la rama sobre la que
reposaba. El pájaro no tuvo más remedio que empezar a emplear sus alas y
echar a volar.» Este sencillo relato trae a nuestra consideración el
daño que muchas veces sufren, al comienzo de su vida, quienes tienen todo
demasiado resuelto y nada les fuerza a emplear sus propios recursos. En
cambio, en cuanto las necesidades reales se ponen frente a ellos, demuestran
enseguida con satisfacción todo el despliegue de sus destrezas y cualidades. Cuando se facilitan demasiado las cosas a los niños o a
los jóvenes, cuando los adultos se adelantan siempre a resolverles sus
problemas, o a protegerles de cualquier peligro, o a satisfacer en seguida
sus demandas, o a darles la razón en cualquier conflicto con sus amigos o en
la escuela, se dificulta seriamente su desarrollo y se fomenta su
indiferencia y su pasividad. Aprender a decir que no, o a decirse a uno mismo que
no, es parte importante de la educación. Sobre todo cuando se vive en una
sociedad en la que el progreso económico ha llevado a la gente joven a vivir
demasiado expuesta ante las solicitaciones de la industria del consumo. Por
eso ha llegado a decir Susanna Tamaro que «para ser padre hoy en día hay que
ser un héroe y atreverse a decir que no constantemente. La clase dirigente
del mañana serán los niños a los que se les haya dicho que no. Serán los
únicos que habrán conservado la capacidad autónoma de pensar.» El futuro de mucha gente depende de que en la familia y
en la escuela seamos capaces de resistir frente a esas oleadas de apetencias
y de falsas necesidades que despierta y explota el marketing consumista. El
éxito de muchos afanes educativos depende en gran medida de que logremos
imponer un estilo de vida fundamentado en la alegría y la satisfacción que
provienen del esfuerzo, de la austeridad y del servicio a los demás. Hemos de perder un poco el miedo a
que, desde muy pronto, cada uno afronte por sí mismo los pequeños
sufrimientos y desengaños que la vida trae consigo. De entrada, porque muchas
de esas contrariedades o decepciones que al principio percibimos como
negativas, al final resultan ser un estímulo positivo y traen una enseñanza.
Y sobre todo, porque superar obstáculos desarrolla capacidades, potencia la
tolerancia a la frustración y permite alcanzar lo que realmente se quiere.
Porque si tantos chicos y chicas fracasan en la escuela, sin que les falten
capacidad intelectual ni recursos personales para rendir bien en sus
estudios, parece claro que el problema, el núcleo de lo que les pasa, no es
que no puedan, sino que, como a aquel halcón perezoso al que llevaban la
comida hasta su rama, no se les ha ayudado lo suficiente a desarrollar su
capacidad de querer, es decir, su capacidad de aplazar la gratificación
inmediata para alcanzar un objetivo mejor a largo plazo. |
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